Trilogía de la guerra civil


Relato en construcción


Inspirado en la vida de Miguel Calzada
Extracto de "Trilogía de la guerra civil"


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Al cabo de un rato, satisfecho del éxito de su misión de rescate, el pequeño se dirigió hacia la calle de la derecha y anduvo un poco. Era el camino más rápido para volver al lugar donde se había iniciado el incendio. El camino más rápido hacia su madre. Casualmente, también era la vía que el guardia civil más joven había escogido para escapar. A lo lejos, Miguel creyó oír algo. A medida que recorría la calzada, el sonido se hacía más evidente. Una mujer gritaba, desesperada. Los alaridos eran constantes y potentes. Miguel avanzó un poco más para averiguar de qué se trataba. Entonces, la luz de la luna que hacía unas horas bañaba su establo iluminó la escena. El gendarme, desprovisto ya de su tricornio, se tambaleaba abatido por un arma de fuego en la ventana de una muchacha que parecía que le amaba. De ella emanaban los gritos. A través del tragaluz abierto, asía con fuerza las manos convalecientes del moribundo. Este murmuraba. Parecía algo ininteligible, palabras sueltas y sin sentido. En sus gritos, la mujer exigía al vacío un auxilio que no llegaba, a sabiendas de que nunca llegaría. Una utopía hermosa. E injusta. Parecía una utopía un tanto injusta. Desde una esquina, impotente y frustrado, Miguel contemplaba en silencio. No podía ver la cara del guardia civil, pues estaba de espaldas. Veía sin embargo sus piernas, débiles, colgantes, sin fuerza. La sangre goteaba en las piedras que componían la acera. Roja, relevante. La determinación y el ahínco con el que hacía un momento aguaba una casa en llamas se apagaba ahora, paulatinamente. La mujer no cesaba de chillar. Su expresión era de confusión y sorpresa. En sus ojos se leía que toda su vida estaba poco a poco dejando de tener sentido. Al igual que la existencia de su novio, se apagaba. Todo en aquel ventanal se estaba apagando. Todo menos la luz de la luna, que seguía iluminando aquel momento, como si supera su importancia, como si sintiera su desdicha. Quizás el joven había escogido aquella calle para cobijarse en la morada de su enamorada. Puede que quisiera verla, o puede que hubiera sido casualidad. Quizás las cosas hubieran sido diferentes de haber optado por otro camino. O quizás no. Poco importaba ya. Bajo la atenta mirada de Miguel, las manos del gendarme se resbalaron de las de su amor y su cuerpo se deslizó por el muro de la casa, tiñéndolo. Con la boca abierta, la mujer continúo con sus chillidos, que ya no eran de ayuda, sino de suplicio. Era como si cesar de bramar constatara su pérdida. Horrorizado, Miguel corrió calle arriba. Corrió con ganas y hacia ninguna parte. Corrió por su madre y sus vacas, por sus amigos evacuados, por el guardia civil y la mujer de la ventana. Corrió hasta que no pudo más. Entonces se paró.
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