Trilogía de la guerra civil: TERCERA PARTE



Esta historia está inspirada en las vidas de Miguel Calzada y Amalia Marqués.
Aunque tiene numerosos elementos ficticios, el espíritu de los
personajes y la esencia de sus historias se han mantenido intactos.




PARTE 3
EL TANQUE, LAS VACAS Y EL GUARDIA CIVIL



Había hecho calor. Mucho calor. Miguel sentía aún las gotas de sudor en la frente. Le dolían todas las articulaciones. Cortes y ampollas adornaban las palmas de sus manos, que descansaban ahora boca arriba, mirando hacia el techo. Miguel dejaba sus heridas respirar, a sabiendas de que no sanarían para el día siguiente. Lo suyo era una especie de optimismo por defecto, le venía de fábrica.
Entre las tablas de madera del techo del establo se podían ver fragmentos de cielo. Miguel se arrastró a la derecha para poder ver la luna. Él también, como sus manos, descansaba mirando hacia arriba.
A día de hoy, Miguel desconoce el momento exacto en el que se durmió aquella noche. Tampoco recuerda si fue una decisión consciente o si simplemente se desmayó por el cansancio. Esta última es seguramente la respuesta, aunque nunca se sabe. De lo que sí se acuerda es del momento en el que se despertó. Todavía no se había puesto el sol. Eran las cuatro de la mañana y su madre le llamaba a gritos mientras peleaba por ponerse las botas en el porche de la casa. Miguel se sirvió de sus manos para levantarse. El contacto de sus heridas con la paja le hizo despertar. Había habido un incendio en el pueblo. Probablemente la chispa de alguna chimenea había conseguido propagarse, escapando gracias a una pequeña corriente de aire.
Corriendo y conscientes de su propia imposibilidad, Miguel y su madre se precipitaron a grandes zancadas colina abajo. Cada uno de ellos llevaba un cubo. Un cubo por si acaso. Un cubo para intentar.
Ya desde la granja se podían ver las llamaradas. Había un par de casas ardiendo. Miguel había adelantado a su madre hacía un rato. Sin detenerse ni un instante se apresuró al pozo para coger agua. Varios hombres intentaban ahogar el fuego con cubos. Uno tenía una especie de manguera.
La respiración de Miguel era súbita y precipitada. Miraba a su alrededor, pero no sabía muy bien qué hacer. Indeciso, comenzó a pasar su cubo cargado de agua a los hombres. Su madre se unió a él al cabo de unos minutos. Todo el grupo estaba nervioso y cansado, al borde de la rendición. Se movía aletargado. Miguel apenas sentía las manos, aunque las gotas que se escapaban del cubo aliviaban el dolor de sus ampollas. El agua que no terminaba en las llamas sanaba momentáneamente sus calvarios. El resto del pueblo, frustrado e incapaz, contemplaba la escena rezando en voz baja. Algunos simplemente murmuraban, pasmados ante la evidencia de que su vida podía, y efectivamente había ido a peor. Los padres incitaban a sus hijos a cobijarse y las madres lloraban. Cuatro guardias civiles, sudando en sus uniformes, intentaban proyectar una imagen de autoridad. Se preguntaban si debían ayudar a apagar el fuego o simplemente controlar al gentío, cada vez más excitado. El más joven de los cuatro se unió al grupo de Miguel ante la mirada atónita de sus compañeros. Menos cansado que los pueblerinos, pronto mejoró la dinámica de la cadena de cubos de agua. Dos hombres salieron velozmente de sus casas e invitaron de un empujón a Miguel y a su madre a dejar el grupo, que se agazaparon en una esquina y pasaron a ser espectador. Una especie de relevo forzado. Las llamaradas eran hipnóticas y potentes. Miguel, fascinado y aterrorizado al mismo tiempo, observaba tras su madre, que le protegía del humo de un modo feroz. Nunca había visto semejante combinación de colores. Intentaba aprender del rojo, del amarillo y del naranja. De cada uno individualmente y de todos a la vez. Tal era su admiración que el resto de acontecimientos pasaron a un segundo plano. Los gritos de la muchedumbre parecían mudos, distantes como un eco. Varios hombres de la masa, coléricos, comenzaron a gritar a los guardias civiles. Todo el mundo parecía tener una opinión sobre la catástrofe.
Pronto, los gritos supieron a poco y las quejas se convirtieron en reyertas. Lejos de la atención de Miguel, maridos, hermanos, hijos y amigos se zambulleron en una trifulca novata y violenta con los gendarmes. El joven guardia civil que asistía con afán a los paisanos dejó el grupo para ayudar a sus camaradas. Fue en ese momento cuando Miguel salió de su ensimismamiento.
Cada vez más hombres se sumaban a la pelea. Puños cerrados y movimientos esquivos se intuían en el bulto humano. Nada de lo que sucedía estaba claro. Más que una escena real, parecía un boceto desordenado. Penosamente, los cuatro acosados consiguieron deshacerse de sus atacantes y echaron a correr, cada uno por una calle distinta. Los pueblerinos más jóvenes salieron en su búsqueda, también divididos. El fuego había dejado de interesarles. La madre de Miguel, ansiosa por ayudar, había cogido el cubo abandonado por el guardia civil. El fuego se había propagado a la casa de al lado, comenzando por el tejado.
Era la casa del cura del pueblo.
Miguel solía cuidar a sus vacas.


*


Poseído por una adrenalina súbita, el pequeño se dirigió lo más rápido que pudo a la finca, que comenzaba a prender como una vela luminosa. Decidido, Miguel sorteó la entrada principal y corrió a la puerta de atrás de la morada. No tenía tiempo que perder. Saltó la valla ágil y acostumbrado. El piso de arriba ardía con tesón y no tardaría demasiado en propagarse a la primera planta. Desesperado por el posible fracaso de su cruzada, el muchacho llegó al establo y abrió el pestillo de bronce. La puerta era pesada, pero pudo con ella.
Dentro del establo, completamente ignorantes del peligro que les acechaba, había diez vacas. Algunas tumbadas, otras de pie. Ninguna nerviosa hasta que Miguel abrió la puerta y comenzó a gritar como un loco.
Cuando estalló la guerra, los niños del pueblo habían sido evacuados poco a poco. Sus hermanos, sus amigos. Miguel pasaba sus días con plantas de huerto y animales de granja. Hablaba con ellos. Les cantaba. Aquellas vacas le escuchaban. Si alguien en aquel pueblo se merecía ser salvado de las llamas eran ellas.
A base de azotes consiguió sacarlas del establo. No sabían muy bien hacia dónde dirigirse, aunque pensándolo bien, tampoco lo sabía Miguel.


*


Al cabo de un rato, satisfecho del éxito de su misión de rescate, el pequeño se dirigió hacia la calle de la derecha y anduvo un poco. Era el camino más rápido para volver al lugar donde se había iniciado el incendio. El camino más rápido hacia su madre.
Casualmente, también era la vía que el guardia civil más joven había escogido para escapar.

A lo lejos, Miguel creyó oír algo. A medida que recorría la calzada, el sonido se hacía más evidente. Una mujer gritaba, desesperada. Los alaridos eran constantes y potentes. Miguel avanzó un poco más para averiguar de qué se trataba. Entonces, la luz de la luna que hacía unas horas bañaba su establo iluminó la escena. El gendarme, desprovisto ya de su tricornio, se tambaleaba abatido por un arma de fuego en la ventana de una muchacha que parecía amarle. De ella emanaban los gritos. A través del tragaluz abierto, asía con fuerza las manos convalecientes del moribundo. Este murmuraba. Parecía algo ininteligible, palabras sueltas y sin sentido. En sus gritos, la mujer exigía al vacío un auxilio que no llegaba, a sabiendas de que nunca llegaría. Una utopía hermosa. E injusta. Parecía una utopía un tanto injusta.
Desde una esquina, impotente y frustrado, Miguel contemplaba en silencio. No podía ver la cara del guardia civil, pues estaba de espaldas. Veía sin embargo sus piernas, débiles, colgantes, sin fuerza. La sangre goteaba en las piedras que componían la acera. Roja, relevante. La determinación y el ahínco con los que hacía un momento aguaba una casa en llamas se apagaba ahora, paulatinamente. La mujer no cesaba de chillar. Su expresión era de confusión y sorpresa. En sus ojos se leía que toda su vida estaba poco a poco dejando de tener sentido. Al igual que la existencia de su novio, se apagaba. Todo en aquel ventanal se estaba apagando. Todo menos la luz de la luna, que seguía iluminando aquel momento, como si supera su importancia, como si sintiera su desdicha.
Quizás el joven había escogido aquella calle para cobijarse en la casa de su enamorada. Puede que quisiera verla, o puede que fuera casualidad. Quizás las cosas hubieran sido diferentes de haber optado por otro camino. O quizás no. Poco importaba ya. Bajo la atenta mirada de Miguel, las manos del gendarme se resbalaron de las de su amor y su cuerpo se deslizó por el muro de la casa, tiñéndolo. Con la boca abierta, la mujer continúo con sus chillidos, que ya no eran de ayuda, sino de suplicio. Era como si cesar de bramar constatara su pérdida. Horrorizado, Miguel corrió calle arriba. Corrió con ganas y hacia ninguna parte. Corrió por su madre y sus vacas, por sus amigos evacuados, por el guardia civil y la mujer de la ventana. Corrió hasta que no pudo más. Entonces se paró.


*


De repente, estaba de nuevo en el porche de su casa.
Sentado.
A su alrededor, el tiempo pasaba, rodeándolo e ignorándolo con un abrazo sutil. El sol se puso rápidamente, como si tuviera prisa. Miguel no se dio cuenta. La vida pasaba, pero él no se movía. No sabía muy bien qué hacer, qué pensar, cómo seguir, cuánto tiempo estar allí sentado. Entonces, su madre llegó y rompió el hechizo. El abrazo de una madre supera con creces al del universo. No dijo mucho. Tampoco había nada que decir. Comentó que era hora de que Miguel fuera evacuado como el resto de los niños. En sus ojos se leía una expresión de miedo, pero también de clemencia. Solo una noche como aquella hacía posible que un adulto le pidiera perdón a un niño. Y eso hacía su madre, le pedía perdón con los ojos, perdón por cosas que no había hecho, perdón por lo que hacían los demás.

A lo lejos, pero cada vez más cercano, se comenzó a oír un ruido constante. Era como el sonido de una carretilla a motor. Una carretilla grande. Una carretilla muy grande. En el horizonte que marcaba el camino empedrado, asomó de pronto un cañón verdoso. Era como la antena de una bestia magnificente presentándose a su presa por primera vez. Tras esta trompa metálica vino el resto del vehículo. Miguel no daba crédito. Era un tanque. Un tanque gigantesco, verde, potente, bélico, guerrero. Un tanque de verdad, no de juguete. La fascinación venció al miedo y el pequeño abrió la boca, estupefacto. El sol, ya completamente levantado, hacía brillar el metal de la carrocería, cubierta de gotas de rocío. Un rocío verde y transparente que lanzaba rayos de color a las pupilas del muchacho emocionado. La bestia se paró enfrente de la casa de Miguel. Su madre se había ido. En el piso de arriba, metía con tesón ropa de niño en una gran bolsa blanca.
Con un chirrido estridente, se abrió la puerta superior del tanque. De la abertura, primero asomaron dos manos. Después, una cara. No cualquier cara. La cara de su tío Jesús, que le buscaba con la mirada. Tenía el rostro muy sucio y la sonrisa muy blanca. Era pegadiza. Miguel sonrió. Fue entonces cuando Jesús vio al pequeño y, con un andar energético, marchó hacia él. Cuando llegó al porche, Miguel ya se había levantado. Su madre le esperaba en la puerta, con la bolsa blanca preparada y a rebosar. No hubo charla cordial ni despedidas exageradas. La evidencia y la necesidad de la ida del niño agilizaron el proceso. Un abrazo largo, alguna lágrima cansada y varios besos en la mejilla después, Miguel escalaba el tanque con una euforia simple, evidente. Había pasado de disparar de mentira a militar de verdad. Se trataba de un ascenso. Era guerrero, como su tío, como los pilotos de los aviones... ya fueran de los buenos o de los malos.

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